Viendo en la carta la geometría que dan las coordenas
celestes para el natalicio o un momento dado, se pueden conocer con precisión
las influencias que, en mayor o menor proporción, ejercen los planetas sobre la
vida del hombre. Desde la vibración de
los números y las letras, la fecha de nacimiento y los nombres determinan
características que como tendencias influyen en todos los planos y etapas de la
existencia.
Los nombres determinan características
personales y los apellidos aluden a influencias paternas y maternas, de la suma
de unos y otros se obtiene, entre otras cosas, la misión en la vida. Dentro de
la ciencia y el arte de los números existe también un método para designar el
nombre más conveniente para el ser que esta por nacer. Hay ejemplos, tanto en
las escrituras como en la vida de grandes maestros espirituales, del cambio de
nombre o letras del mismo para ajustarlo a un nuevo estado o vibración más
elevada.
Con la noción de karma, una realidad tradicional en
las culturas orientales, la
investigación científica y las terapias occidentales de vidas pasadas, surge
que podemos traer a esta vida algunas deudas pendientes. Entonces aparece en
algún momento, in-evitable y angustioso para algunos, la pregunta sobre la
libertad del hombre: ¿En verdad poseemos un libre albedrio y hasta qué punto
podemos elegir, o es una libertad condicionada?
¿Somos tan vulnerables? Si y no, depende cómo y desde
dónde se mire. Una máxima nos dice que
el universo, la existencia, no nos va a demandar algo que, mas allá del mayor
esfuerzo, no este dentro de nuestras capacidades o posibilidades reales.
Podemos creerlo o no, o tomarlo como un gran consuelo, pero tiene sentido si
vemos los desafíos que se nos presentan y aquello que consideramos lo peor que
nos pueda suceder, como medios para crecer.
Y como una ley matemática directamente proporcional,
cuanto mayor sea la amplitud o nivel de conciencia mayor será la perspectiva y
la capacidad de ver y resolver, y en consecuencia nuestra libertad para elegir.
Imaginemos por un momento el estado de conciencia de un maestro espiritual.
¿Es casualidad que hayamos nacido a una cierta hora,
de un cierto día, mes y año, en un lugar y en el seno de una familia dados? ¿es
por azar la elección de nuestros padres al darnos un cierto nombre? Seria por
lo menos ingenuo pensar que la creación del universo y todo lo que ocurre en él
como la perfección de las orbitas de los planetas, las estaciones del año y la
vida misma es casualidad. Llamamos azar a todo aquello que no podemos
comprender con nuestros sentidos comunes.
Todo lo que nos sucede de alguna manera lo atraemos o
provocamos nosotros, desde la experiencia, los anhelos y las asignaturas
pendientes de esta vida o de otras, todo tiene un sentido último que siempre
tiende a la elevación, la armonía y la perfección, las influencias externas no son
así tan in-ciertas ni externas como se podría suponer, ni mucho menos casuales.
Dios, lo Absoluto o Superior, la existencia o como
quiera llamárselo no nos abandonó en esto, aunque no lo veamos el Sol siempre
está: desde la más remota antigüedad existen métodos idóneos para conocer el
por qué y comprender nuestra misión y tendencias en esta vida, si lo queremos
saber.
Cuentan las leyendas tibetanas que hubo una época
donde los lamas magos recogían el agua de lluvia en sus cuencos, que ellos mismos
forjaban con siete metales, y al reflejarse en ella podían ver y conocer sus
vidas pasadas.
Al igual que la información, y el amor, que existe en
las partículas más elementales, en alguna parte que, según nuestras creencias,
podemos llamar alma, llevamos impresa las vivencias de toda la historia, la evolución humana y del universo, en
términos relativos lo bueno y lo malo. De ahí cobra sentido la verdad
espiritual que, en potencia, ya somos un Buda o el Cristo, portamos las semillas de la unidad, la
sabiduría, el amor y la compasión para serlo, pero no lo creemos.
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