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Había un joven
monje que quería conocer a Buda y ser discípulo suyo. Había escuchado que
estaba predicando en un pueblo y se dirigía hacia allí. Por el camino se
encontró a un anciano que acarreaba una gran carga de leña y decidió desviarse
un poco para ayudarlo y acompañarlo a casa. Cuando al fin llegó al pueblo, Buda
se había marchado.
Preguntando de
pueblo en pueblo averiguó a donde había ido y se puso en marcha, pero por el
camino encontró una mujer que había caído al río y se ahogaba. Se tiró a
salvarla, encendió en fuego para calentarla y se quedó con ella hasta que se
repuso. Cuando finalmente llegó al pueblo, Buda ya no estaba.
Pasaron muchos
años y el monje nunca consiguió encontrar a Buda , siempre llegaba tarde. Un
día supo que se encontraba en el pueblo de al lado, pero que estaba muy enfermo
y no viviría hasta el amanecer. Decidió que esta vez sí conseguiría conocerlo,
nada le podría detener. Mientras cruzaba el bosque encontró un ciervo, herido
por la flecha de un cazador.
El monje dudo
si debía seguir su camino, pero no podía abandonar al ciervo moribundo. Le curo
sus heridas, lo tapo con su manta y lo cuido toda la noche. Al amanecer, el
monje se sintió triste y pensó "he perdido mi última oportunidad, nunca
podré conocer a Buda porque ha muerto". Entonces el ciervo se puso de pie y
le dijo:
"Mientras quede
en el mundo gente con tanta compasión como tú, Buda no morirá. No necesitabas
conocerme porque siempre me llevaste en el corazón".
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